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(Lección 6) - Santa Penitencia - (Lección 6)
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Los que se acercan al sacramento de la Penitencia,
obtienen el perdón de sus pecados, gracias a la
misericordia de Dios. Al mismo tiempo se
Reconcilian con la Iglesia -el Cuerpo de Cristo-,
a la que -al que-, hirieron con sus pecados. El
sacramento se llama también “de Conversión”,
porque sacramentalmente es la llamada de Jesús a
convertirse (Lee Marcos 1:15). Se llama también “de la
Penitencia” porque consagra un proceso personal
y eclesial de conversión, arrepentimiento y
reparación por el pecador. Se llama también “de
la Confesión” porque es un proceso de declarar o
confesar los pecados al sacerdote. Se llama también
“del Perdón” porque, por la absolución
sacramental del sacerdote, Dios concede al peni-
tente “el perdón y la paz”. Se llama también “de
Reconciliación” porque, otorga al pecador el amor
de Dios que reconcilia: “déjense reconciliar con
Dios” (Lee 2 Corintios 5:17-20). Es el llamado de Cristo
Jesús a la reconciliación antes de la ofrenda
(tu participación en la eucaristía): “ve primero y
reconcíliate con tu hermano, y luego ven y
presenta tu ofrenda.” (Mateo 5:24). Es un sacramento
de reconciliación después del bautismo: “…han sido
lavados, y consagrados a Dios. Han sido librados
de culpa en el nombre del Señor Jesucristo y por
el Espíritu de nuestro Dios.” (Lee 1 Corintios 6:11)
Esta es la grandeza del don de Dios luego de los
sacramentos de iniciación cristiana: Bautismo,
Confirmación y Eucaristía; que nos hace santos e
inmaculados ante él (Lee Efesios 1:4), como la Iglesia
misma, esposa de Cristo, que es santa e inmaculada
ante él (Lee Efesios 5:27). El pecado no cabe en “aquel
que se ha revestido de Cristo” (Lee Gálatas 3:27). Pero,
“Si decimos ‘no tenemos pecado’, nos engañamos
y la verdad no está en nosotros.” (Lee 1 Juan 1:8). Y el
Señor mismo nos lo dice al enseñarnos el Padre
Nuestro: “Perdona nuestras ofensas” (Lee Lucas 11:4).
Por lo tanto, es necesario otro sacramento para
limpiarnos de los pecados futuros luego de los
sacramentos de iniciación, ya que el bautizado
continúa luchando contra la fragilidad humana
y las tentaciones que lo llevan a “inclinarse hacia
el pecado” (tradicionalmente llamado: concupi-
scencia). Este sacramento, que nos permite lim-
piarnos y reconciliarnos nuevamente con Dios, es
el de Penitencia y Reconciliación (Lee CIC 1425-1426).
En otras palabras, hay dos conversiones: (a) La
Primera y Fundamental Conversión: Para los que
no conocen a Cristo y su Evangelio. Por la fe en la
Buena Nueva y por el Sacramento del Bautismo,
se renuncia al mal y se alcanza la salvación, la
remisión de todos los pecados y el don de la vida
nueva (Lee Marcos 1:15; CIC 1427). (b) La Segunda e
Ininterrumpida Conversión: Es para toda la iglesia
que recibe a los pecadores, y que es santa al mismo
tiempo, y que necesita una constante purificación,
buscando sin cesar la penitencia y la renovación.
Es el “corazón contrito” (Lee Salmo 51:19) atraído y
movido por la gracia de Dios a responder al amor
misericordioso de Dios, buscando hacer su
voluntad, y complacerlo con nuestro actuar (Lee CIC
1427-1428). Esta segunda conversión ininterrumpida
se logra por medio del “arrepentimiento” y la
“confesión de los pecados” a través del Sacramento
de la Penitencia y Reconciliación; creado así,
por Dios, un mecanismo de purificación y santifi-
cación, que, si se hace seguidamente, mantiene al
bautizado unido a Cristo y en un estado de
purificación permanente que es agradable a Dios.
En otras palabras, es como cambiar el aceite al
carro en forma frecuente, de esta manera, el
motor funciona siempre en su punto óptimo y
con aceite sin suciedad. Si uno no cambia el
aceite, llega el momento en que el motor está
tan sucio que se traba y deja de funcionar. Por
lo tanto, como medida recordatoria, uno debería
confesarse, como mínimo, una vez por cada
cambio de aceite. De nada sirve manejar un
carro con aceite y motor limpio, si uno está
sucio por todo el pecado acumulado que lleva
adentro. Es irónico, la humanidad se preocupa
más por limpiar su carro, que por limpiar su
alma: “¡Oh generación incrédula y perversa!
¿Hasta cuándo tengo que estar con ustedes y los
tengo que soportar?” Lucas 9:41 (Lee CIC 1422-1498).
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